17 de junio de 2008

El pasado que vuelve

Entrevista a Lucía Cedrón, directora de Cordero de Dios

Por Pablo Russo


Lucía Cedrón vive aún los ecos del estreno de su primer largometraje, Cordero de Dios (2008, Argentina), en el que aborda el conflicto de la última dictadura militar argentina (1976-83) situando el drama en el pasado cercano (2002). Arturo, un veterinario de 77 años, es secuestrado durante la crisis económica en Buenos Aires. Su nieta Guillermina debe negociar el rescate, para lo cual le pide ayuda a Teresa, su madre que vive en Francia desde el exilio. El conflicto policial desentierra viejos secretos familiares, silencios y traiciones que atraviesan a las tres generaciones. La película tiene además una fuerte impronta personal, ya que Lucía es hija del “Tigre” Jorge Cedrón, cineasta militante que murió durante su exilio en París en circunstancias nunca esclarecidas. Se entrecruza entonces lo familiar y lo histórico como una herida abierta, a través de la particular mirada de esta integrante de la generación de hijos de militantes de los años setenta, que creció en París -donde estudió Letras, Historia y Cine- y recientemente emprendió el camino de regreso al país.


Pablo Russo- Creo que uno de los méritos principales de Cordero de Dios es dar una vuelta de tuerca a las películas sobre la dictadura, al relacionar el conflicto pasado con el presente, como alguna vez hizo Lita Stantic en Un muro de silencio, y Alejandro Agresti con Buenos Aires viceversa.

Lucía Cedrón- Coincido en que efectivamente el aporte que intentamos hacer es observar nuestro presente y ver como está cargado de nuestro pasado. Regodearse con las heridas no tiene gollete, me parecía mucho más interesante plantearnos que hacemos con nuestra historia hoy tal como recibimos esta sociedad, herencia de nuestros padres.

PR- ¿Cómo fue el proceso por el cual incluiste este presente (o pasado cercano de 2002) en el guión?

LC- El presente se incluyó solo. El presente siempre está, aunque a veces uno no lo ve. Es lo único que está, por otro lado. Yo tengo 33 años, nací en el 74, me fui en 1976 exiliada con mis padres y me críe en Francia. Por razones personales volví -o vine, nunca se que verbo utilizar- en diciembre de 2001, en pleno rocanroll (en alusión a la caída del presidente Fernando De la Rua). Me impresionó muchísimo el país que encontré, la situación que viví. Estuve en la plaza con las Madres y las Abuelas el 19 y 20 de diciembre y el impacto fue tan grande que decidí quedarme. Renuncié a mi trabajo en Francia (hacía producción ejecutiva de documentales, me iba bastante bien), puse mis libros en un barco, e igual que un par de generaciones antes habían hechos los abuelos, me vine para la Argentina. Llegué con el guión de un corto, En Ausencia, y de ahí en adelante seguí trabajando acá. Cordero de Dios es el fruto de este encuentro o reencuentro con mi cultura. La ventaja de estar yendo y viniendo es que te da un poquito de distancia para observar algunas cosas. Todos los pueblos que han tenido momentos trágicos en su historia necesitan de cierto tiempo para procesarlo, metabolizarlo, y ver como se relacionan en la escala de las generaciones. Estoy convencida de que el presente, desde lo más palpable y lo más visible de los objetos hasta lo más intangible -y no menos real- que son los sentimientos, está cargado de toda nuestra historia, de todo lo que traemos a cuesta. También creo que lo que no se resuelve del pasado vuelve tarde o temprano con su carga de interese correspondientes. Partiendo de esas ideas, se me ocurrió contar esta historia situada en un núcleo familiar, ya que cuanto más singular, más universal. Intenté observar y tejer los lazos que unen a una familia atravesada por estos dos momentos bisagras de la Argentina, y ver como la historia, la política, y la ideología atraviesan los vínculos entre los seres humanos. Es también y esencialmente la historia de una familia, los vínculos y relaciones entre padres e hijos, madres e hijos, y de cómo uno se relaciona en función de la generación anterior y tiene la posibilidad de generar cambios.

PR- ¿Cuánto hay de autobiográfico en este núcleo familiar en el que situás el conflicto?

LC- Todo. Siempre es autobiográfico lo que uno enuncia. Cuanto Ray Bradbury escribe Fahrenheit 451 está hablando de su visión del mundo. Es inútil pensar que uno puede desprenderse de su propia mirada. Lo más interesante, justamente, son esas miradas, y la subjetividad y la polivalencia de las mirada. Utilicé, probablemente por tratarse de mi primer largometraje, retazos de historias que me tocaron vivir o que conocí de cerca, que armé cual Frankenstein, como disparador o punto de partida. Mejor te diría a modo de contenedor, como si fuera el vaso y el agua: a mi lo que interesa es el agua, pero para beberla se necesita el vaso, ya sea de plástico, vidrio o cristal. Siempre es mejor de cristal, por eso traté de hacerlo la más fino, delicado, y placentero posible, pero lo que me interesaba era el contenido. Los vínculos y algunas preguntas, ya que es una película que abre más preguntas que las respuestas que aporta. No me interesa indagar sobre cosas que no tengo dudas, pero sí sobre otras que son más complejas, que me quitan el sueño por las noches. Reflexionándolas quise arrimar el bochín y compartir un poco esas preguntas, como por ejemplo: para qué sirve la ideología, si va primero la ideología o los afectos. Para mí, la ideología tiene que ser una brújula que nos ayude a vivir mejor como individuos y como pueblo. Si para sostener una ideología sos capaz de dejar morir un tipo -como dice uno de los personajes-, más si ese tipo es tu viejo, hay algo que está haciendo ruido. Otras cuestiones tienen que ver con saber si es legítimo o no el silencio como acto de amor, cuando a veces uno calla información para tratar de evitarle sufrimiento a un ser querido pensando que de esa manera lo va a amparar del dolor. Creo que eso, como las mentiras, tiene patas cortas.

PR- ¿Te sentís parte de esta generación de hijos -junto a Albertina Carri y Nicolás Prividera- que reflexionan sobre la etapa de la dictadura con otra distancia?

LC- En realidad todos somos hijos, el padre que a mi me mataron es el profesor de universidad que a vos te faltó. Quiero decir, me parece que a escala social estamos todos afectados y en ese sentido me siento hija de una generación que tuvo ideales, peleó por ellos, y le salió el tiro por la culata. Efectivamente me parece interesante que haya una renovación en las miradas, me parece sano y necesario. Hizo falta un Claude Lanzmann, que filmó Shoa (1985) cuarenta años después de la segunda Guerra Mundial, para que algunos que habían sobrevivido a los campos de concentración testimoniaran por primera vez en voz alta delante de una cámara. Para algunos era la primera vez que contaban sus historias de vida, y creo que si se habían silenciado tanto tiempo no fue por deseo de omitirlo sino por pura razón de supervivencia, porque en algunos casos las tragedias son tan hondas que el solo mencionarlas reabre las llagas. Es sano que las generaciones, a medida que va pasando el tiempo, intenten ser concientes de dónde están paradas para sacar conclusiones que mejoren la puntería y eviten que algunas cosas vuelvan a suceder. Si me cruzo con un ex represor por la calle y lo reconozco, no se como voy a reaccionar, pero en principio no tengo deseos de cagarlo a trompadas. Lo que quiero es que estos tipos no anden sueltos tomando café en la Recoleta habiendo torturado y matado gente, porque a mis pibes los quiero criar con la conciencia de que eso está mal. Yo quiero que se los juzgue, y que cumplan la condena que les corresponda, pero a nivel de la sociedad, no a nivel individual. Algo muy saludable de la sociedad Argentina que me gustaría rescatar es que, a pesar de todo lo doloroso y siniestro de la dictadura militar, no hubo Ley del Talión, no hubo ojo por ojo, y eso me parece que como pueblo es una respuesta de una madurez humana maravillosa. Es muy saludable que no hayan logrado llevarnos a ese lugar. Cordero de Dios trata un poco de estas cuestiones, estas inquietudes que quería compartir con el público.

PR- ¿Te considerás una cineasta política al estilo militante?

LC- El cine político de los años setenta ha cambiado, porque la política, las generaciones, los ideales y las formas de pelear por esos ideales también han cambiado. Reivindicarse como apolítico me parece una necedad, porque es darle el poder al más fuerte. Todo es político, todo lo que decís o dejás de decir, lo que hacés o dejas de hacer. En ese sentido, Cordero de Dios es una película totalmente política. Pero Schwarzenegger también lo es. Mi padre hacía un cine político más en el sentido de un militante activo, embanderado en una ideología o un partido. No es mi caso, aunque si partimos de la idea de que todo es político, esto también lo es. Pero en realidad, yo me defino más como cuentista que como cineasta, me gusta que me cuenten cuentos y contarle cuentos a la gente. Entonces, la película no deja de tener un principio, un medio y un fin, con suspenso y todas estas anécdotas que sirven para sostener las preguntas y certezas. Para mí se trata esencialmente de un himno a la vida: con los muertos es poco lo que se puede hacer, en cambio con los vivos aún todo es posible. Es uno de los grandes axiomas de la película del que estoy absolutamente convencida.

PR- el “todo es posible” forma parte del final abierto…

LC- Siempre pienso que el mejor director de cine es la imaginación del espectador, y nuestro humilde trabajo es poder encausarlo y llevarlo hacia donde uno quiere. Mi deseo era darle la oportunidad a las tres generaciones de una misma familia de poder reencontrarse, y me lleva 90 minutos que eso suceda. Eso es lo que yo quería logar, después sigue en la cabeza y en el corazón de cada uno de los espectadores. La historia de esa familia no termina ahí, como en la vida. No se trata del cine de la industria que quiere colmar y cerrar todos los baches y darte un happy end con todo masticadito. Me parece más interesante tratar de pensar las cosas como son en la vida. Ahí está la verdadera película.

PR- ¿Qué películas te marcaron como cineastas? ¿Quiénes son tus referentes?

LC- Tengo varios que, paradójicamente, no son necesariamente los más politizados. Por ejemplo, Akira Kurosawa con Rashomon, que plantea en una misma película un hecho con diferentes visiones y subjetividades, entendiendo que no hay una única verdad sino que son muchas las posibilidades en juego. Yasujiro Ozu también fue muy importante, lo admiro muchísimo. Andrei Tarkovski, e incluso Krzysztof Kieslowski, con El decálogo, donde utiliza los diez mandamientos y problematiza a través de un cuentito que transforma en paradoja. Ha habido otros… Francois Truffaut, te diría Truffaut más que Jean-Luc Godard, justamente porque es un cuentista. Después descubrí, ya de adulta, a Konstantinos Costa Gavras y Francis Ford Coppola. Me parecen brillantes.

PR- ¿Dónde está tu futuro: París o Buenos Aires? ¿Cuál es tu próximo proyecto?

LC- Por ahora estoy encantada de vivir acá. Nunca pienso en las palabras “para siempre” ni “definitivo”, hace rato que las erradique de mi vocabulario. Respecto a lo laboral, todavía no tengo nada encaminado. Fueron cuatro años de mi vida que realmente invertí con afecto, trabajo, sudor y lágrimas, y recién me estoy desprendiendo de Cordero de Dios, porque ahora ya no es mía sino que es de todos ustedes. A las madres hay que esperarlas un poquito antes de pedirles que vuelvan a quedar embarazadas, por lo tanto, a mi también va a haber que esperarme hasta que vuelva a surgir el deseo de hacer otra película. Es tan difícil, requiere tanta energía y tanto tiempo, que tenés que tener realmente muchas ganas de contar lo que vas a contar, porque sino te quedás encerrada en tu casa haciendo otra cosa.

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