31 de enero de 2007

Arturo Ripstein, la cámara como un bolígrafo

Entrevista a Arturo Ripstein

Por Pablo Russo

Se levanta el sobretodo para protegerse del invierno porteño. El humo del cigarro se separa lento de su barba blanca, dándole un velo de misterio a la mirada clavada en el semáforo. Arturo Ripstein cruza la avenida 9 de Julio rumbo a la Escuela Nacional de Experimentación Cinematográfica (ENERC), donde iniciará con su clase magistral el ciclo de “Diálogos con los notables del cine mundial”, organizado por el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA). La escena se repite al día siguiente, protagonizada por su guionista y compañera de vida, Paz Alicia Garciadiego.



El hombre, considerado uno de los más importantes referentes de la cinematografía mexicana contemporánea, se despoja del abrigo y el sombrero, agradece los aplausos y afloja la lengua para hablar. Sus películas, la relación con Luis Buñuel, la actualidad del cine latinoamericano, su cine documental, las ventajas del plano secuencia, son algunos de los variados temas del quehacer cinematográfico sobre los que, tal vez algún día quizá escriba una crónica. Hoy, tan sólo quiero rescatar algunas anécdotas que contó en la clase y en la conversación que mantuvimos más tarde en el lobby del hotel, referidas a su relación con el mundo de la literatura.
Desde su primer largometraje como director, Tiempo de morir (1965), Ripstein contó con la colaboración de escritores de la talla de Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes. También eligió adaptar novelas y cuentos varios (de Elena Garro, Juan Rulfo, José Donoso, Naguib Mahfuz, etc).
“Ni siquiera me atrevo a decir que mi cine sea arte. Me baso mucho en la literatura para hacer cine porque esa sí es arte, ya que nos lleva varios miles de años de distancia. Nosotros aspiramos a la condición de arte, pero no sé si la logre”, dice, cubriéndose de humildad.

De la mano con García Márquez

El primer día de rodaje de mi primera película, era yo un director muy jovencito, tenía 21 años, (Tiempo de Morir). Salgo con García Márquez hacia el rodaje desde el hotel donde estábamos, y veo los camiones, la cámara, la silla de director, los actores y el equipo completo, y entro en rigurosa parálisis. Cuando a mi me da la parálisis empiezo a moverme, y cuando me quedo quieto me doy cuenta de que García Márquez estaba igual que yo; era la primera película que escribía, el primer guión original. Íbamos los dos aterrados y de pronto me doy cuenta de que García Márquez me lleva de la mano. Los dos caminábamos asustadísimos, y en la mitad de camino le digo: “oye, dónde pongo la cámara, no tengo la más remota idea”, se queda viéndome muy serio y me dice: “desde donde quieras que se vea”. No contestó para nada mi pregunta, ni me serenó, pero respecto a la cámara es el mejor consejo que jamás oí.

En sintonía con Paz Alicia Garciadiego

He tenido muy buena fortuna, desde chiquito he tenido buen ojo para escoger guionistas; el primero fue este muchacho que hacia esa publicidad espantosa: “arriba la camisa y abajo el pantalón!”, firmado García Márquez. Más que guionistas, he preferido trabajar con escritores. Yo me sentaba, les platicaba más o menos lo que quería, ellos lo escribían y aportaban una serie de cosas, y trabajábamos juntos constantemente en el mismo cuarto durante la escritura del guión. Discutíamos página por página, revisando línea por línea en muchos casos. Cuando me encuentro a Paz (Alicia Garciadiego), encontré la voz que yo estaba buscando. Ha habido etapas en la relación. Lo primero que hicimos juntos, una adaptación de un cuentito de Juan Rulfo, discutimos mucho, y a medida que iba sacando páginas me di cuenta que me estaba dando un guión absolutamente asombroso. Escribió unas 300 páginas donde puso todo, porque suele ser muy prolija en las descripciones.


Puig, una relación difícil

Siempre me preguntan quien escribió realmente el guión de El lugar sin límites (1977). Manuel Puig lo hizo, aunque no totalmente porque no lo terminó. Escribió la primera versión basada en la novela de José Donoso, pero en argentino, en porteño, y como la película era mexicana necesitamos un traductor del argentino al mexicano para los diálogos. Antes de terminar el guión trabajé con José Emilio Pacheco en revisiones muy exhaustivas, y el trabajo de Puig también era muy cercano. Pero de pronto, Puig hacía unas cosas muy raras, escribió algo que no iba en absoluto con la película que yo quería hacer. Finalmente Puig no firma el guión porque tenía una profunda sospecha de que un heterosexual pudiera hacer una película sobre homosexuales, ya que el tratamiento que les daba el cine mexicano hasta ese momento era como de unas mariquitas enloquecidas que hacían chistosadas. Puig tenía mucho temor de que así fuera a ser tratado el personaje de la Manuela en El lugar sin límites. No lo fue, pero no lo firmó por esos temores. En algún momento me dijo “es que no quiero filmar una película de homosexuales porque acabo de sacar una novela que se llama El beso de la mujer araña, y no quiero que me vayan a calificar de escritor homosexual”... eh? ¿Que no vayan a calificar a Puig de escritor homosexual? ¡Era, escritor homosexual! Fue un pretexto demencial, y no firmó el guión. Trabajé otro rato con José Emilio Pacheco y otras dos personas más en el guión final, y una vez que la película se estrenó y le fue como le fue, entonces Puig daba funciones de la película diciendo ¡“yo la hice solito!”.
La relación con Puig era muy conflictiva, muy difícil. Es con uno de los escritores con los que más trabajo me ha costado hacer un guión justo, por esta cosa de decir: “ay, es precioso que pongamos a este señor cagando”, y yo digo que no se me antoja poner al señor cagando para esta película, y “bueno, pues si no lo haces ya verás” ... un match de box permanente. Al final de cuenta, como el cine es jerárquico y el director decide, pues gané. Pero la relación con Puig fue amarga, no fue satisfactorio trabajar con él, y cuando hicimos otra película nos dejamos de ver, ya para siempre.

Borges, el contagioso

De todos los escritores con los que trabajé, con el que mejor relación laboral tuve fue con José Emilio Pacheco. Era enormemente grato trabajar con él, es un escritor formidable, es nuestro homme de lettre por excelencia. Hace mucho tiempo que no se mete a hacer cine, pero en aquel momento le gustaba, éramos mucho más jóvenes, hicimos tres películas juntos, fue muy grato trabajar con Pacheco. Un hombre brillante, un gran escritor, entretenido. Me acuerdo que fuimos una tarde que nos invitaron a comer con Jorge Luis Borges, un grupo pequeñito de gente, y entonces estábamos sentados y Borges nos hablaba de Colerige, Melville, Whitman y de cosas fantásticas. Hablaba muy bajito, y José Emilio estaba cerca de Borges y yo al lado de José Emilio, entonces empezamos todos a atender, a escuchar a Borges, a acercarnos para oírlo mejor. Miro a José Emilio y veo que está comiendo la comida del plato de Borges, metiéndole la mano, le digo “¿qué haces?”, y contesta “a lo mejor se pega, a lo mejor es contagioso este viejo”.

Ripstein ríe y confirma que además de ser buen contador de historias, lo es también de anécdotas. Mientras me cuenta cuánto le hubiese gustado trabajar con William Faulkner, o adaptar a la pantalla alguna obra de Juan Carlos Onetti, se pone el sombrero, se acomoda los anteojos y se va.

Una reflexión sobre la pérdida

Sobre “Nacido y criado”, de Pablo Trapero (Argentina, Italia, Inglaterra, 2006)

Por Maximiliano De la Puente

En el principio está Santiago, un hombre joven, decorador de interiores, casado con una mujer joven y exitosa como él. Tienen una hija pequeña, de unos cuatro años. Son felices. Quiero decir, juntos, los tres, encarnan la imagen ideal de la felicidad, de la plenitud, de la vida en familia. Son la representación en carne y hueso de lo que se supone debería ser la felicidad para cada uno de nosotros, mortales… Pero un accidente en auto lo cambia todo, específicamente el destino de Santiago, que a partir de ahí ya no volverá a ser el mismo. Y por lo tanto, el recorrido dolorosamente personal, el derrotero errático, penoso y confuso de Santiago por la Patagonia argentina, -inmediatamente después del mencionado accidente-, ocuparán gran parte del metraje de la película.


En el principio, en realidad, está la sangre. Aquella canción del cantante y compositor Palo Pandolfo, que encabeza la secuencia de apertura de la película y que nos habla de lo que nos une indisolublemente. De lo que más nos conmueve. Lo que nos interpela en la intimidad. Cuando las palabras escasean y sólo importan los gestos, el silencio. Las caricias mínimas. Aquello que nos ata, eso que nos liga permanentemente a quienes llamamos familia. Aquellos a quienes nunca podremos dejar atrás. Sobretodo una vez que están muertos. Especialmente allí, en ese instante, cuando la pérdida es irreparable y el dolor, infinito, inconmensurable. Ese vínculo de sangre con los otros, con quienes están (o estuvieron) más cerca. Con quienes compartimos la vida.

Cuando las pesadillas más horrorosas de Santiago se hacen realidad de la manera más cruel, ingresamos entonces en el terreno de lo antinatural, de la catástrofe que arrasa con todo y con todos, de lo que ni siquiera tiene nombre, ya que, si bien podemos decir que todos quedamos huérfanos en algún momento de nuestras vidas (en el sentido literal de la palabra, al morirse nuestros padres), ¿cómo se le llama en cambio al padre que ha perdido simultáneamente a su esposa y a su hija? No hay ninguna palabra en nuestro idioma que designe eso.

Pablo Trapero propone entonces en su cuarto largometraje una reflexión sobre la pérdida. La película intenta contar la pérdida, acompañarla, narrarla, estudiarla, caracterizarla, procesarla, digerirla. Puede pensarse a Nacido y criado como un intento de realizar un estudio, una aproximación, en clave dramática, sobre el dolor humano, sobre las diversas consecuencias que traen aparejadas las pérdidas. Estudio, en definitiva, sobre los procesos de pérdidas, sobre las elaboraciones que necesitan hacer las personas al sufrir desgracias irreparables.

Nacido y criado narra la pérdida de la que es víctima Santiago, su protagonista, desde un lugar de simetría con el personaje, desde una situación de igualdad, de comprensión, jamás de omnisciencia. La película destila empatía para con Santiago. Intenta ponerse en su lugar, acompañarlo en su duelo, en ese profundo exilio exterior e interior que le toca atravesar.

Nacido y criado no sólo no sabe más que su protagonista, sino que sufre con y como Santiago. Lo acompaña en sus padecimientos. La película intenta, en definitiva, contar el dolor a partir de una aproximación íntima, cercana, sentida, pero que no por eso deja de ser austera y seca. Película que busca aprehender y comprender el dolor del otro, con el fin de poder servirle de consuelo. O con ningún fin en realidad. Porque la vida, -parece decirnos Trapero-, igual que la muerte, es algo que no tiene sentido.

Como mariposas en la luz

Sobre "Como mariposas en la luz", de Diego Yaker (Argentina/España, 2005)

Por Pablo Russo

La última gran crisis económica argentina que hizo eclosión en el 2001 sigue dando motivos para contar historias. Tal como ocurrió con las películas sobre la dictadura durante los primeros años de democracia en la década de los ochenta, hoy pasa con el cine argentino que pretende dar cuenta de los conflictos de su contemporaneidad. Es en este sentido que la opera prima de Diego Yaker se inscribe dentro de la línea de ficción de nuevos directores, como Alejo Taube con Una de dos (2004), o Alejandro Chomski con Hoy y mañana (2003).

La historia de Diego (Lucas Ferraro) es la de miles de argentinos, descendientes de europeos, que piensan en la opción de desandar el camino de sus abuelos ante un porvenir poco prometedor. Si en los setenta se habló de “exilio” a secas para referirse a los refugiados políticos de los gobiernos dictatoriales, en este caso podríamos hablar de “exilio económico” para nombrar las migraciones de las víctimas del neoliberalismo que se impuso en el sur del continente americano durante los años noventa.

Tal vez algunas actuaciones desparejas y ciertos momentos melodramáticos empañen un poco las buenas intenciones, pero lo fundamental de Como mariposas en la luz es que la cámara está puesta en el campo popular: el director (re)presenta a los trabajadores de la industria pesquera de la ciudad de Mar del Plata (en la costa argentina), con sus luchas y problemas internos, algo no tan frecuente en la cinematografía reinante que no sea documental. Otro acierto importante se da en la etapa española del relato, donde la dignidad y los principios se ponen en juego a través de las miserias que sufren los expatriados y desclasados. Al cine europeo en general le suelen pasar inadvertidos estos conflictos, excepto contadas y honradas excepciones, como las que se ven en el cine de los hermanos Dardenne o el de Ken Loach.