28 de junio de 2007

El desierto negro

Sobre El Desierto negro de Gaspar Scheuer (Argentina, 2007)

Por Christian León


No es la típica película hecha para festivales. No sintoniza con ninguno de los códigos del mal llamado “nuevo cine argentino”. De hecho, reivindica un cierto anacronismo que homenajea tradiciones poco frecuentadas por el cine contemporáneo. No se podría decir menos de un wetern guchesco que en lugar de ir tras la acción la acción, elabora poesía visual y recorridos abstractos.

Su gesto creativo es experimentar con las narrativas clásicas para despertar su contemporaneidad. La literatura gauchesca y universo de western son retomados, no por la vía paródica o deconstructiva, sino por el camino del homenaje franco e inteligente. La película tiene mucho de esa admiración al gaucho profesada por Leonardo Favio en su Juan Moreira. Pero también del western místico, estilo El topo de Jodorowsky o Dead man de Jarmusch. Por su puesto en la obra de Scheuer, toda ironía esta aplacada. El director argentino se conforma con volver a los géneros clásicos para contarlos desde un código que le es ajeno e incluso contradictorio.

Con una fotografía en blanco y negro de alto contraste, el filme reconstruye fragmentos de la vida de Miguel Hirsuta, un forajido de la justicia que vive al margen de la civilización. Lo hace con un lenguaje que descompone la anécdota en una serie de imágenes poéticas, estamos lejos de la narración clásica. A través de un montaje que contrapone formas, tropos e intensidades lumínicas, la narración genera una espiral de afectos e ideas que avanzan progresivamente como una sinfonía. Audazmente, Scheuer parecería preguntarse cómo abría contado Eisenstein la saga del gaucho.

Siguiendo esta hipótesis, el director realiza su homenaje, mientras la imagen y sonido generan un sutil distanciamiento. El ritmo interno de las imágenes es redoblado por la banda de sonido en una respiración acompasada. Los reflejos de sudor en los rostros, el fulgor de las pupilas, tienen su correlato en el silbido del viento, el sonido de la paja al pisar, el ruido de la madera abrazada por el fuego o una discreta melodía minimalista. Casi no hay diálogos, Hirsuta no canta versos como cualquier gaucho, insomne e impenetrable solo huye o espera.

La película está organizada en dos partes, perfectamente separadas entre sí por un punto intermedio. Cada una de las partes mantiene una forma de relato totalmente distinto, aunque las dos estén atravesadas por los mismos hilos narrativos. La primera parte narra la huida de Hirsuta con el Ejercito argentino tras su pista. El desplazamiento del personaje y los componentes puramente visuales destacan aquí. Planos generales de estepas batidas por el viento, paisajes abigarrados y silenciosos. Las formas fractales de la naturaleza que saturan la pantalla generan un efecto abstracto y metafísico. El puro juego de las formas y ambientes se impone sobre los personajes y su acción. En muchos planos se puede observar a Hirsuta desapareciendo en medio del paisaje devorador. El momento de mayor intensidad, Mariano, soldado joven y patriota, encuentra y dispara al fugitivo. La sangre tiñe de ocre toda la pantalla. Cadenas de imágenes poéticas se montan una tras otra.

La segunda parte, ambientada 7 años después, transcurre en el rancho de Carmen, una viuda que vive con su pequeño hijo y acoge a Miguel. En esta parte los componentes narrativos toman relevancia. El trágico encuentro entre civilización y barbarie se hace inminente. La patria y la religión se imponen frente a la figura nómada y gallarda del gaucho que no aspira a nada, sino a la muerte. Una vez que Hirsuta degolló a todos los hombres de un pueblo para vengar la muerte de su padre, su vida ha perdido finalidad. Como en los mejores relatos de la tradición gauchesca, Scheuer hace del forajido una figura mítica, investida de una dignidad moral que opera más allá de la ley.

Después de Los Muertos de Alonso, el cine argentino vuelve a reencontrar el rigor y el virtuosismo.

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