27 de diciembre de 2007

Sobre "Juego de Escena", de Eduardo Coutinho

Por Valeria Paiva

Cuando Jogo de Cena, el más nuevo film documental de Eduardo Coutinho se estrenó en Brasil, un crítico afirmo que Coutinho representaría, en la historia del cine brasileño, algo así como David Griffith para el cine ficción americano. Coutinho se convirtió en un referente al re-inventar el cine documental, en ese país donde todo parece ser más difícil y más aún hacer cine. Exageraciones aparte, la verdad es que Coutinho dio un sentido nuevo al documentalismo brasileño al crear, con Cabra Marcado para Morrer, un estilo. Era el “dar voz a las personas”. Esa idea, que no llegó a adquirir el status de lema (como aquel de “una idea y una cámara en mano” de Glauber Rocha), vino, sin embargo, creando escuela en Brasil. No
parece ser para menos. En este mundo, cada vez más individualista y, como afirma Coutinho, donde las personas se sienten privilegiadas por tener a alguien que les quiera escuchar, no es de extrañar que un método de filmación que oculta la autoridad del director y que se base en la atención al otro tenga suceso.

Pero tampoco es tan simple como eso. En esta trayectoria, que incluye seis documentales exitosos en los últimos ocho años (Santo Forte, Babilônia 2000, Edificio Master, Peões, O Fim e o Princípio y, ahora, Jogo de Cena), el “dar voz a las personas” se transformó en una conversación: intento explícito y conciente de dialogar. Por si solo, la opción por el diálogo fue también una opción por la forma estética y no por el contenido sustantivo y todo eso una opción de apartarse de un cine documental periodístico que se pretende verdadero y no ficción. Los personajes que surgen de la pantalla son construidos, como cualquier personaje ficticio. Pero son construidos en un juego de escena con una cámara que allí, detenida y generalmente fija en un mismo plano, hay veces que se deja olvidar…De ese juego tal vez no surjan personajes verdaderos, pero surgen personajes auténticos, y que conmueven. De ahí el éxito de Coutinho. Ya sea innovando, en Peões, de 2004 (un film sobre la importancia imaginaria del liderazgo del actual presidente Luís Inácio Lula da Silva para la constitución de las identidades personales y colectivas de los trabajadores, a fines de la década de 70 en Brasil), el director presentó en la pantalla parte de la búsqueda-documental realizada en conjunto con los trabajadores tras los personajes que compondrían el film. La pregunta al final del documental revela por la repetición lo que todos ya saben desde el comienzo, de la presencia y de una intención representada por el director: “Usted ya fue peón?”. Pregunta que, al final, incorpora a los espectadores indicando que en ése, como en cualquier diálogo, siempre hablamos a partir de lo que somos y de donde venimos. Todavía nuestra memoria, aún cuando esta haya sido construida. En Jogo de Cena (noviembre, 2007) no es la producción, sino el carácter de ficción de los personajes reales, el que es puesto en cuestionamiento. Veinte y tres mujeres son seleccionadas entre ochenta y tres, a partir de un anuncio en un periódico (con lo que se empieza el film) para contar sus historias delante de la cámara, sentadas contra una audiencia vacía de butacas rojas en un teatro de Río de Janeiro. No habría hasta ese punto nada de nuevo si Coutinho no hubiese decidido escenificar otra vez esas historias, con actrices tanto famosas como desconocidas y luego mezclar todo. Entre escena y re-escenas las actrices cuentan también sus propias historias y reflexionan sobre los sucesos y fracasos de sus actuaciones. ¿De quién y desde dónde hablan? ¿Verdad o ficción? Coutinho viene acertando sistemáticamente al realizar los pequeños milagros necesarios al arte sin reglas de la conversación y aún más al pensar sobre el hacer cinematográfico. Tal vez no en tanto se engañe porque esa forma estética revela también un contenido: un panorama de la vida de las clases medias y bajas urbanas brasileñas. Un panorama construido también, o sobre todo, por las voces de los personajes. Como siempre, puede creerlo si quiere. Parece que vale la pena

26 de diciembre de 2007

Sobre la unidad, el fragmento y un secuestro

A partir de "Hércules 56" de Silvio Da-Rin (Brasil, 2007)

Por Sebastián Russo

¿Qué significa la palabra “secuestro”? ¿Tiene una sola significación? ¿Su connotación se mantiene con el paso del tiempo? La pregunta por la valencia (el sentido) de las palabras, de las imágenes, repercute desde el comienzo en Hércules 56. Miembros de distintas organizaciones armadas que en 1969, en plena dictadura militar, secuestraron al embajador norteamericano en Brasil a cambio de la liberación de presos políticos, son los que encarnan la aludida disquisición. Y lo hacen alrededor de una mesa, rodeada de cámaras, iluminada de forma artificiosa, visiblemente microfoneada, y con bebida y comida de por medio: una indudable, indiscutible puesta en escena. De este modo, la pregunta que borronea el esencialismo nominal, es acompañada por una propuesta de disrupción cinematográfica: evidenciar el dispositivo fílmico. Ambos dispositivos, el del lenguaje y el cinematográfico, son cuestionados proactivamente, asumiéndose un riesgo, el de posicionarse estilística- políticamente, entrometiéndose con un acontecimiento que marcó a la militancia revolucionaria brasileña de aquellos años.

Hércules 56 ganó el premio a mejor documental en el Festival de cine de Mar del Plata 2007. Y, como se dijo, propone una apuesta (doble): horada por un lado la fidelidad de la historia narrada, a la vez que exhibe el dispositivo (y así, a un enunciador, su palabra, sus ideas/decisiones) a través del cual tal historia intenta ser narrada. Un horadamiento que toma la forma de discusión, de reflexión sobre los recursos, sobre las herramientas utilizadas (el cine documental, la palabra testimonial), en definitiva, sobre las condiciones de producción que posibilitan una (esta) obra. Así enunciada, de todos modos, la propuesta de Hércules 56 parecería no alejarse a un modo contemporáneo de producción (no sólo cinematográfica), que suele incursionar en el abismar la puesta en escena por medio del develamiento de los dispositivos que la constituyen. Así todo, lo que no abunda en estas producciones, es el intento por construir algo así como un punto de referencia de cierta solidez, evitando que el salto (deconstructor) sea al vacío, y se convierta en un mero gesto, ensimismado e intrascendente.

En Hércules 56, sin embargo, la fragmentación (enunciativa, visual) propuesta, no está exenta de algún tipo de reagrupe. Se evidencian las pujas simbólicas, se erosionan certidumbres tópicas, pero a la vez hay elección, “toma de posición” (que le dicen), apuesta por un emplazamiento desde donde ver, pensar, actuar. Y es esta acción la que le otorga a la película de Silvio Da-Rin una densidad ética que la separa de esos muchos casos de posmodernidad sintomática. Una responsabilidad electiva, un recorte moral, que se plasma en el hacer converger la elección de un tema, con la reflexión sobre el modo de representarlo.

Varios son los recursos utilizados: los archivos se intervienen (se colorean y reencuadran fotos, se les da movimiento), las decisiones de antaño de los grupos armados se confiesan arbitrarias. Lo que para el canon documental, serían aberraciones “metodológicas”, en Hércules 56 se convierten en corrosiones a estigmatizaciones representacionales: tanto el archivo documental, como el relato de una gesta revolucionaria, en su habitual tratamiento solemne y de imperturbable organicidad, pierden densidad significante al evitar la paradoja, la contradicción, todo aquello que pareciera interrumpir el fluir triunfante de un sentido unívoco y prefabricado.


Todo relato impone un emplazamiento. Un lugar y un tiempo en el que se actualiza, a la vez de proponer (representar) un tiempo-espacio posible (imaginado, virtual), tal su carácter sígnico. El posicionarse es una detención (relativa) del flujo del sentido, y así una delimitación del acto, avalando (conciente o no) una cierta configuración social en la cual el sentido se constituye, dialécticamente. En Hércules 56, tanto por decidir desplegar las contradicciones (fílmicas, discursivas), como por pensar aquellos actos reconstruidos enunciativa y visualmente como legado, como símbolo (la estructura dramática pulsa sus clavijas hacia una nostalgia combativa, hacia una melancolía comunitarista), se promueve, se construye un espacio desde donde posicionarse. Y es porque la contradicción se evidencia, que el (ese) sentido puede desplegarse, puede aparecer en su complejidad, en su realidad, y desde allí, emplazándose, encontrando tierra firme desde donde edificar, y con potencia (ahora sí) política, es que finalmente puede irrumpir y proponerse incidente.


Estética y Política en el cine militante argentino contemporáneo

Por Maximiliano de la Puente

Los debates sobre estética y política durante el siglo XX han atravesado todas las disciplinas artísticas: cine, literatura, artes plásticas, teatro, etc. Estos debates se han centrado en cuestiones que siguen siendo relevantes en la actualidad: “¿el uso del arte para la propaganda política implica la subordinación de la calidad estética al mensaje? Por otra parte, ¿pueden separarse de los valores ideológicos los criterios para juzgar la calidad estética? Si el objetivo del arte político es convencer, ¿cómo lo hace y hasta qué punto lo logra?” (Clark, 2000: 10). Preguntas que no pueden dejar de tener respuestas ambiguas, contradictorias, específicas de cada movimiento artístico y de cada coyuntura histórica en particular.


El presente trabajo intentará volver a hacer presentes estas preguntas, que se actualizan al tratar la problemática del vínculo entre arte y política, en el marco de los grupos contemporáneos de cine y video militante argentino.

El cine y video de intervención actual

En la actualidad, no son pocos los teóricos del arte que hablan de hibridez en las nuevas realizaciones del arte contemporáneo. Una mixtura que se refiere tanto a la instancia de producción como a la de exhibición, en la medida en que “mutan los espacios canónicos del arte: fábricas abandonadas, hangares, plazas, estaciones, edificios públicos, etc. Todo puede convertirse en lugar apropiado para una exposición, o para el transcurrir de una performance”, (Arfuch, 2004, 111). El arte contemporáneo estaría entonces caracterizado por la hibridez y la mezcla. Así, asistimos a una “nueva articulación entre arte y política, entre el arte y los traumáticos avatares de nuestra realidad” (Arfuch, 2004, 114). Articulación dada por la proliferación de nuevos grupos o colectivos de artistas en todas las disciplinas, que desarrollan sus prácticas en espacios no convencionales y que toman el espacio público como su terreno habitual.


Para el arte político, como sostiene Arfuch, “ya no cuenta tanto la obra en sí misma como la idea y el gesto que la instaura” (Arfuch, 2004, 112). Esto puede pensarse también para los grupos de cine militante, en tanto el gesto político es algo que está siempre por delante de la obra propiamente dicha. Sin la instancia de exhibición, sin los debates y la participación activa de los espectadores, una vez finalizada la película, e incluso sin la intervención de los actores protagonistas de las luchas sociales durante la instancia misma de realización del film, las producciones de estos grupos carecerían de sentido, en la medida en que su objetivo central es la concientización y la transformación radical de la sociedad.

De lo que se trata es de ver, como sostiene Arfuch, “de qué manera el arte permite realizar una elaboración conceptual perdurable” (Arfuch, 2004, 115). Lo que está en juego aquí es si esos materiales “pueden transformarse en objeto artístico o abonar simplemente el terreno de la repetición y el estereotipo” (Arfuch, 2004, 118). Los modos de ocuparse de lo contemporáneo oscilan entre la literalidad más absoluta o la inmediatez testimonial, y la lenta elaboración estética y conceptual, entre la autojustificación de la intervención artística en virtud de las "buenas causas" –que suspenderían el juicio estético- y la validación de la obra en virtud de ese juicio, independientemente de su temática o del carácter, político o social, de su concepción (Arfuch, 2004, 119) La relación entre arte y política fluctúa siempre en torno a esta tensión, resolviéndose en la mayoría de los casos en favor de la política.

Pero si bien los objetivos que persiguen estos colectivos son de naturaleza política, y son inseparables de la coyuntura económica-social del país, no deja de ser cierto que algunas experiencias desarrolladas por ellos plantean abordajes estéticos sumamente interesantes. En ese sentido, algunas realizaciones de ciertos grupos videoactivistas se han elaborado directamente desde la coautoría, cediéndoles la cámara a los protagonistas mismos de las luchas sociales que ellos intentan retratar en sus películas. Un ejemplo claro de esto es la experiencia que el colectivo Indymedia Argentina realizó con un militante piquetero en el cortometraje Compañero cineasta piquetero, un video documental de trece minutos de duración, realizado íntegramente por un piquetero de Lanús, quien, a través de un montaje en cámara, da cuenta en primera persona de una ocupación de tierras que realiza el Movimiento de Trabajadores Desocupados de Solano, desde enero de 2002. Su autor pidió prestada una cámara durante una hora para filmar su barrio y su historia, en primera persona.

En este sentido es válido pensar que el videoactivismo, tomado como fenómeno social y político, representa la posibilidad de innovar, de experimentar con medios, utilizando las nuevas tecnologías como herramientas democratizadoras, dejando de lado aquella concepción empobrecedora que ve en el cine político algo carente de interés desde el punto de vista de la experimentación con el lenguaje, calificándolo por esa razón de “cine panfletario”.

Hasta qué punto el videoactivismo contemporáneo será un fenómeno estético y político que pueda llegar a trascender nuestra época es algo que no lo podemos saber ahora, faltos de distancia y perspectiva teórica, en la medida en que somos también nosotros sujetos de este tiempo. Por lo que sólo con el transcurso de las décadas se podrá percibir la real dimensión de las producciones de estos grupos, y su contribución o no a la transformación y al cambio social.

Bibliografía

Arfuch, Leonor. “Arte, memoria, experiencia: políticas de lo real”, en Revista Pensamiento de los Confines, número 15. Buenos Aires, diciembre de 2004.
Clark, Toby. Arte y Propaganda en el siglo XX. La imagen política en la era de la cultura de masas. Madrid. Ediciones Akal. 2000.
De la Puente, Maximiliano y Russo, Pablo. El compañero que lleva la cámara – cine militante argentino contemporáneo. Buenos Aires. Editorial Tierra del Sur. 2007.